¿Cómo orar cuando pensamos que Dios nos ha abandonado?
La inevitable experiencia de la oscuridad en nuestra vida
En el camino de la vida podemos atravesar momentos de mucha oscuridad, de falta de horizonte, de dificultades graves, de dolor y de sufrimiento. Son ocasiones que nos hacen dudar de la bondad de Dios e incluso de su existencia. La oscuridad es parte de nuestra vida ya que estamos en un camino progresivo hacia el encuentro de Cristo que es la Luz (Cf. Jn 8, 12). Esa búsqueda de la luz definitiva trae consigo la inevitable experiencia de la oscuridad. Esto será hasta llegar a la posesión plena de la luz que se realizará en la eternidad.
Ahora bien, aunque la oscuridad puede invadir nuestra vida hay que descubrir cómo orar también en esos momentos. Hay que aprender a levantar la mirada para encontrar en Dios la luz para nuestra oscuridad. Para poder orar en la oscuridad hay que hacer una reflexión para entender cuál es el origen de nuestra situación actual de oscuridad. Pueden ser varias causas las que provoquen estas ocasiones de alejamiento de la luz. Y según la causa será el modo en que el Señor nos responda.
Los tipos de oscuridad
Una primera oscuridad es aquella que es voluntaria, es decir, cuando no nos queremos dejar iluminar por la luz de Cristo. Esta es causada por el alejamiento de Dios ya sea por el pecado o por el enfriamiento espiritual. Tiene como solución el regreso al Padre; la conversión. Para ello es necesario un encuentro con la misericordia del padre a través de la oración de abandono.
Una segunda oscuridad es cuando no sabemos hacia dónde caminar. Es decir, situaciones adversas en donde nada nos sale bien. O momento de toma de decisiones. O simplemente no sabemos hacia donde caminar. Esta oscuridad recibe la luz del Espíritu Santo que nos ilumina y guía. Él es la Luz que necesita nuestra inteligencia y nuestro corazón para saber qué decisión tomar y sobre todo para tener la fuerza de llevarla a cabo.
Una tercera oscuridad es aquella que experimentamos cuando estamos sufriendo y sentimos que no hay solución a nuestro problema. Un hoyo profundo de dónde no sabemos cómo, cuándo ni por dónde salir. Esta es conocida como la oscuridad en la cruz. Finalmente la oscuridad cuando no experimentamos la presencia de Dios. Cuando sentimos que no se manifiesta, creemos que nos ha abandonado. Es ese grito que dirige Jesús al Padre en la cruz: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado” (Mt 27, 46). Para saber cómo afrontar estos dos tipos de oscuridad vamos a hablar más adelante.
Oscuridad en la cruz
Nosotros los cristianos estamos acostumbrados a ver en situaciones difíciles el signo de la cruz de Cristo. Hablamos de estar pasando periodos, momentos o circunstancias de cruz. Esto tiene referencia directa a Jesucristo. Cuando hablamos de este modo de la oscuridad implícitamente entendemos que la vivimos junto con Cristo. Podemos decir que sufrimos en Él. El profeta Isaías nos dice que Él “cargó con nuestros dolores” (Is 53, 4). Esto quiere decir que asumió en sí todo el sufrimiento de la humanidad.
La cruz iluminada por el misterio pascual
Jesús, al encarnarse, aceptó vivir todo lo que el ser humano vive. Eligió sufrir también en su carne lo que nosotros sufrimos. Y lo hizo con un objetivo claro. Cristo llevó a la muerte todo sufrimiento haciéndolo ocasión de redención. Dando vida en la muerte (cf. Ef 2, 5-6). Vacíó el sufrimiento de su sentido negativo de dolor para llenarlo de un sentido redentor. Así́ venció las tinieblas y las llenó con la luz de su presencia salvadora y redentora. Esa luz es el amor. Por amor, Jesucristo se adentró a la oscuridad y desde ella se hizo luz del mundo para que no caminemos en tinieblas sino que tengamos la luz de la vida (cf. 1Jn 1, 5-7). Así́ la oscuridad es iluminada por el misterio pascual. La muerte y resurrección del Señor nos permite arrojar luz a los momentos de cruz de nuestras vidas ya que la verdadera vida es primero muerte, la verdadera luz es primero oscuridad.
Los dones de la cruz
Cuando aprendemos a vivir los momentos de cruz dejándolos iluminar por el misterio pascual vemos que nuestro interior se ve enriquecido por esta experiencia dolorosa. Vivido el sufrimiento junto con Cristo podemos reconocer en nuestro interior algunos dones que Dios nos concede. El primero es el don de su intimidad. La cruz no está vacía, sino que está Jesús en ella. Nos abrazamos al Cristo de la cruz. Este es el mayor consuelo y descanso. No sufrimos solos es Cristo quien sufre con nosotros. Nos ha tomado de la mano y se ha introducido en nuestros dolores y los ha iluminado desde dentro. La oscuridad adquiere la luz de Cristo, la luz de Su presencia. Su presencia intima hace llevadera la carga. La carga y la cruz son llevaderas porque hay otros hombros que la cargan junto con nosotros.
También, si vivimos así el sufrimiento, Dios nos concede el don de la madurez. Un fruto de crecimiento que trae consigo el dolor. Como dice el Evangelio, nuestro grano de trigo al morir da fruto (cf. Jn 12, 24). Y lo más hermoso es que el sufrimiento y el dolor unido al Cristo de la cruz da fruto de redención. Esto hace que las ocasiones de oscuridad que parecen restarnos felicidad tengan un sentido y se hacen más llevaderas. San Pablo lo dice de esta manera: “Todo sirve para el bien de los que aman a Dios” (Rm 8, 28). Y por último la oscuridad de la cruz, iluminada por el misterio pascua, nos permite aumentar nuestra capacidad de amar. El sufrimiento saca a flote esa capacidad del hombre de amar a veces adormecida. Se pone en juego nuestro amor y se hace escuela de amor. Es así que, cuando sufrimos junto con Cristo, entonces crecemos, amamos, nos llenamos de su intimidad. Esta es la luz que tiene los momentos de oscuridad en la cruz.
El supuesto abandono de Dios
Ya hemos ilustrado cómo los momentos de oscuridad en la cruz pueden ser iluminados por el misterio pascual. Ahora veremos cómo Dios puede hacerse presente en esos momentos en donde pensamos que hemos sido abandonados por Él. Esto es cuando no experimentamos sensiblemente la presencia de Dios. Periodos en los que parece que Dios no esta presente. Sentimos que nos ha “abandonado”.
Cuando no se siente sensiblemente la presencia de Dios es momento para que la relación crezca; madure. Es un tiempo que solemos considerar de desierto (cf. Jos 5, 6). Se asemeja a esa experiencia que vivió el Pueblo de Israel antes de entrar a la tierra prometida. Es un periodo en donde no hay agua para saciar nuestra sed de Dios, ni mucho alimento para llenar nuestra sensibilidad, hay calor por el día y frio por la noche. Nuestra relación con Dios es invadida por un silencio como en el desierto.
La oración en la oscuridad tendrá como fruto un crecimiento. Un paso en la fe. Creer que Él está presente aunque no lo sintamos, no lo veamos, no se nos manifieste con tanta claridad. La experiencia sensible que a veces puede permitir el Señor en nuestra oración es una probadita de lo que es el Señor. Dios es mucho más que esa experiencia. Por eso Dios nos pide pasar a una certeza de fe de su presencia y su amor esta vez más sólida y verdadera. La fe se apoya en Dios y la experiencia de Dios en sus atributos. La certeza de fe se mantiene en todo momento lo sensible está determinado a un periodo concreto.
La misteriosa presencia de Dios en la oscuridad
Al orar en la oscuridad de manera constante y sin desfallecer (cf. Lc 18, 1) empezamos a descubrir una misteriosa presencia de Dios en la oscuridad. Misteriosa no por extraña o inalcanzable sino que la acción de Dios no siempre coincide con nuestro modo de actuar. Él prefiere la sencillez, la pequeñez, la oscuridad. Nos encontramos entonces con la verdadera y real presencia de Dios. Vivimos, más bien, de la certeza de que Dios siempre está amándonos y derramando sus dones hacia nosotros, lo sintamos o no. La persona que ha hecho esta experiencia deja a un lado las manifestaciones externas para encontrarlo en el silencio. Entonces Dios empieza a iluminar al alma desde dentro. La empieza a llenar de sí porque vive en ella y desde ahí́ es sostenida, impulsada, conducida, amada.
Por lo que la oración de oscuridad es un encuentro íntimo con Dios que lo llena todo. Un encuentro sencillo que hace que todo estorbe al alma que se quiere unir en el silencio y fundirse en Él. Es un diálogo ininterrumpido que nos hace orar sin cesar. Es, más bien, vivir en la presencia de Dios; bajo su mirada.
Los momentos de oscuridad y de dolor nunca son fáciles. Es por eso que Dios interviene con más fuerza para manifestarse con su presencia de amor al hombre. El Señor llena la oscuridad con su luz. Por un lado, en los momentos de cruz, ilumina nuestro caminar con la luz del misterio pascual. Y por otro lado, en los momentos de sequedad espiritual y de experiencia de abandono del Padre, nuestra oración es iluminada por la misteriosa presencia de Dios en la oscuridad. Para vivir estos momentos podemos utilizar esta oración:
“Dios mío, en la más profunda oscuridad de mi alma te busco, Señor. El desierto ha invadido mi corazón y extraño y ansío tu presencia. Las tinieblas no me permiten verte y tocarte. Concédeme la fe para creer que tú iluminas con tu luz mi oscuridad. Tu presencia en la fe llena de sentido mi vida y mi ser. No quiero salir de esta oscuridad a la luz del mundo porque pre ero la oscuridad que es llenada por tu misteriosa luz que brota de la intimidad. Tú eres mi luz, Señor, no quiero otra. Amén”