La comunión es el momento fundamental de la Misa. Todo lo que hemos vivido espiritualmente se realizará sacramentalmente. Es ahora cuando se da la más íntima comunión con Él. Es la unión sacramental con Cristo verdadero Dios y verdadero hombre. Nos hemos ido preparando durante toda la Misa para este momento.
Hemos muerto a nosotros mismos y nos hemos vaciado en el acto penitencial para recibir el don de Cristo. Hemos adorado a Dios dejando que el Espíritu alabe en nosotros durante el Gloria. Hemos acogido su Palabra que se ha hecho carne en nosotros en la Liturgia de la Palabra. Nos hemos ofrecido totalmente a Él, desde nuestra miseria, en el ofertorio. Hemos recibido el don de unirnos a su cuerpo y su sangre espiritualmente en la consagración. Hemos intercedido por la humanidad entera en la Plegaria Eucarística. Hemos llamado “Padre” a Dios. Ahora es nuestra oportunidad de acoger a Cristo Eucaristía para que se realice todo esto en nosotros. Jesús sacramentado, en nosotros, lleva a cabo estos misterios.
Mientras caminas en la fila para recibir la hostia consagrada puedes hacer una oración de deseo. Desea a Dios, desea recibirlo, desea unirte íntimamente con Él, desea su gracia, deséalo profundamente. Díselo una y otra vez:
Señor Jesús, te deseo recibir. Mi alma tiene hambre y sed de ti. No soy digno, pero ven a mí. Deseo ser uno contigo. Ansío tu presencia. Te he buscado en los hombres, en las criaturas, en este mundo y no te encuentro. Mi alma te busca ¡oh Señor! no le escondas tu rostro. Ven Señor Jesús.
Cuando recibas a Jesús, di con fuerza “Amén”. El Amén es nuestra prueba de fe. El sacerdote nos da la hostia diciendo: “Cuerpo de Cristo” y nosotros con nuestro amén, creemos. Creo que eres Dios, creo en tu amor, creo en tu misericordia, creo en tu presencia real, creo en ti. Aumenta mi fe (Mc. 9, 24).
¿Por qué se requiere fe? Se puede decir que es el momento más “sensible” de la Misa. Recibimos físicamente a Cristo. Sin embargo Dios permanece oculto en las especies del pan y del vino. “Yo soy el pan de la vida.” Jn. 6, 35. Dios sigue siendo incomprensible para nuestra naturaleza. Siempre nos pide el salto de la fe. Seguimos buscando a un Dios según nuestros criterios. Un Dios majestuoso, poderoso, omnipotente que creemos que va a estar en el viento huracanado que parte las montañas y resquebraja las rocas. Lo estamos esperando en el terremoto o en el fuego. Sin embargo, Dios está en el rumor de una brisa suave. (1Re. 19, 11-12). El hombre no termina de entender dónde reside la verdadera grandeza. En la pequeñez de una hostia, blanca y pura, se encuentra la majestad de Dios.
Es por eso que Dios requiere de tu fe. Prepárate para recibirlo con ese gesto tan sencillo de decir con fe: Amén.
En la acción de gracias después de la comunión desearíamos hablar mucho con Jesús. Sin embargo, este momento tan bello de unión es recomendable que sea invadido por el silencio. Cuando dos personas se aman, sobran las palabras. Así es con Dios, a quien amas y que te ama. Intenta entrar dentro de ti, de unirte al Señor que has recibido en silencio. Un silencio que adora, que ama. Te aconsejo que sólo rompas el silencio con pocas palabras.
¿Qué palabras puedes decir? En primer lugar: gracias. La palabra gracias dice mucho, expresa una actitud del corazón. Las personas que saben que no merecen nada agradecen siempre. La gratitud abre el corazón, lo hace más sensible a los dones que se reciben. Recibir a Dios como alimento es el don más grande (Jn. 6, 32). Repite sencillamente: “Gracias Señor, gracias”.
En segundo lugar dile al Señor: te necesito. Expresarle a Dios la necesidad que tenemos de Él nos hace capaces de recibir su ayuda. “No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal.” Mt. 9, 12. En este momento puedes decirle que lo necesitas porque estás enfermo, porque has pecado, porque no puedes ser santo por tus propias fuerzas. Dile que necesitas de Él. Dios quiere sanar tu corazón, te quiere perdonar, te quiere llenar de su gracia.
En esta petición incluye a todos tus seres queridos, a los más necesitados, a los enfermos, a los sacerdotes, a todas aquellas personas por las que quisieras interceder. Cuando intercedes por los demás te conviertes en padre o madre espiritual. Pide al Señor por todos tus hijos. Repite con la fuerza de tu corazón pobre: “Señor te necesito y te necesitan todos mis hijos.”
En último lugar puedes decir: te amo. Al corazón de Dios le consuela escuchar que le amas. A Dios le agradan estas palabras dichas con todo el corazón. A veces, no nos sentimos dignos de decirle a Dios que lo amamos porque pensamos que no somos auténticos. Sabemos que el amor se expresa con los actos y con la vida. “Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad.” 1Jn. 3, 18. Por eso, esperamos ser perfectos. Pasarás la vida esperando el momento para decirle que lo amas y se te acabará tu oportunidad, ya que nunca seremos perfectos. Dios sabe que tu corazón está herido por el pecado, sin embargo, el amor que brota de tu corazón herido le consuela (1Jn. 4, 10-17). Repite sin cansarte: “Te amo Señor”.