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En la Celebración Eucarística tenemos la posibilidad de alabar a Dios con la oración del Gloria.

 La alabanza es un don que Dios da a las almas humildes ya que es la oración de quien se sabe colocar en su sitio y no pretender ser el Dios que merece ser alabado. “A Dios, el único sabio, por Jesucristo, ¡a él la gloria por los siglos de los siglos! Amén.” Rom. 16, 27.

 Aquél que sabe reconocer su verdad de creatura es capaz de elevar el Espíritu a su Dios reconociendo su grandeza, su fuerza, su poder, su honor. “Solo tú eres Santo, solo tú Señor, solo tú Altísimo, Jesucristo”. Puede ayudar repetir una y otra vez en tu corazón: “Solo tú, solo tú. No yo Señor, solo tú”. Verás como, poco a poco, Dios va asumiendo el rol que le corresponde en tu corazón. “Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor.” Ef. 5, 19.

 Nuestra tendencia es constantemente la de ponernos en el lugar de Dios. La de entronarnos en reyes de nosotros mismos. “Así dice el Señor Yahveh: ¡Oh!, tu corazón se ha engreído y has dicho: «Soy un dios, estoy sentado en un trono divino, en el corazón de los mares.» Tú que eres un hombre y no un dios, equiparas tu corazón al corazón de Dios.” Ez. 28, 2.

 Es por eso que la alabanza tiene una función de conversión. Con ella y gracias a ella ponemos nuestra mirada y nuestro corazón, una y otra vez en Dios. Se puede decir que vaciamos el trono para que se siente Él y desde ahí, desde nuestro corazón, reine. “Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los siglos.” Ap. 5, 13.

 Cristo, que está sentado en el trono de tu corazón, es el Cordero sin mancha que ha lavado con su sangre tus vestiduras (Ap. 7, 14). Deja que el Cordero reine y verás como tus vestidos escarlata se vuelven blancos como la nieve (Is. 1, 18). La conversión de tu corazón se irá realizando progresivamente a través de la alabanza.

 La alabanza es también la oración de los grandes en el amor, ya que no nos buscamos a nosotros mismos. El objeto de la oración no somos nosotros, sino solo Dios. La adoración nos descentra y pone a Dios en el centro. Es un gesto de donación y de ofrecimiento a Él, que merece toda alabanza. “Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder.” Ap. 4, 11.

 Reconocemos los atributos de Dios y nos alegramos por ellos. “A Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén.” Ef. 3, 20-21. Nos alegramos y llenamos de gozo porque Él es nuestro Dios. Es un modo de decirle lo orgullosos que estamos de Él. “Por tu inmensa gloria te alabamos”. Puedes decirle a Dios estas palabras con el cariño de un hijo que ve a su padre como el mejor. No hay nadie como tú, Dios nuestro, eres el más grande.

 La alabanza, no es solo un tipo de oración. La alabanza es, sobre todo, un modo de vivir. A Dios le damos gloria con nuestra vida. Aquel que más ha agradado al Padre es Cristo, su Hijo. Lo dice en las palabras del bautismo en el Jordán: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco.” Mt. 3, 17.

 Dios Padre se complace en su Hijo porque fue quien cumplió Su voluntad del modo más perfecto. “Entonces dije: ¡He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad!” Heb. 10, 7. Cumplir la voluntad de Dios es lo que lo hacía estar íntimamente unido a Él. La unión con Dios es una alabanza. Dios nos invita a ser uno en Cristo y siendo uno en Él podremos alabar al Padre celestial. “Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros.” Jn. 17, 21. Somos uno con el Señor cuando vivimos unidos a Su querer. Es por eso que bendecimos a Dios y lo alabamos en nuestro día a día si estamos cumpliendo Su voluntad.

 Durante el Gloria y el Santo te puede ayudar adoptar las siguientes actitudes: preséntate ante el Señor con tu corazón enamorado. Pide al Espíritu Santo que posea tu alma y la eleve. Deja que irrumpa en tu interior la alabanza, aunque no tengas palabras que decir. Quédate en silencio pero con el corazón ensanchado por ella. Escucha a la Iglesia entera que alaba a su Dios diciendo: “Santo, Santo, Santo es el Señor”. Adopta las pocas palabras que puedas pronunciar. Vive unido a Dios, en su voluntad, esa será la más grande alabanza.

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