La unción del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo origen de nuestra oración
Cuando queremos orar nos preguntamos ¿cómo dirigirnos al Señor? San Pablo era consciente que para orar, es decir, para dirigirse al Padre necesitábamos que alguien más orara en nuestro interior para podernos relacionar con Dios como es debido. “Y, dado que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gal 4, 6). Con esta frase el apóstol nos hace entender que no hay oración sin que el Espíritu Santo ore en nosotros. No podemos dirigirnos al Padre sin que seamos imbuidos por el Espíritu del Hijo. Es por eso que toda oración debe iniciar con una invocación al Espíritu Santo. Suplicar al Padre que mande su Espíritu como lo hizo en pentecostés (Hch 2, 2-4). Quizá no experimentemos impetuosa ráfaga de viento ni las llamas de fuego pero en la fe creemos en la presencia del Espíritu y la fuerza del Espíritu que desciende para conducirnos al Padre a través de la oración.
La necesidad del Espíritu Santo en nuestra vida
A veces no captamos del todo lo importante que es tener la presencia del Espíritu. nos enseñan las escrituras que Jesús enseñó a sus discípulos a pedirle al Padre el don del Espíritu Santo y de hecho les afirma que quien lo pida Dios se lo va a conceder (Lc 11, 11-13). La pregunta puede ser: ¿para qué necesitamos al Espíritu Santo? Se puede decir que el alma no tiene vida si el Espíritu de Vida no la vivifica. La persona no experimenta la paz si el Espíritu de la Paz no habita en ella. La inteligencia no posee la verdadera sabiduría si el Espíritu de la Verdad no la ilumina. Los débiles no tienen fuerza si el Espíritu de Fortaleza no los sostiene. Los cristianos no pueden ser hijos del Padre si no poseen el Espíritu del Hijo que los cristifica. En definitiva, el hombre no tiene amor si el Espíritu de Amor no le infunde su amor en su corazón. Así es que, si queremos tener vida, si deseamos vivir en paz, si necesitamos la fortaleza, si deseamos sabernos hijos de Dios, si queremos amar, debemos implorar el don del Espíritu Santo.
El don de Dios mismo al corazón
El don del Espíritu Santo, en definitiva, es el don del mismo Dios. Dios es amor (cf. 1Jn 4, 8) y el amor por naturaleza es expansivo. El amor del Padre engendra al Hijo y de este intercambio de amor surge el Espíritu Santo. Él es el amor del Padre y del Hijo que se nos da. Recibimos en el corazón al mismo amor de Dios. Es este el origen de nuestro bien. En la oración de invocación al Espíritu Santo recibimos a Dios mismo y por eso lo necesitamos tanto, por eso nos llena el corazón, por eso nos da tantos dones y provoca tantos frutos.
La obra del Espíritu Santo: nuestra santificación
La misión principal del Espíritu Santo en el corazón es la santificación. La oración de invocación al Espíritu Santo, por tanto, es camino de santificación. Nuestra santidad no es más que la participación cada vez más plena en la santidad de Dios. Solo Dios es Santo (cf. 1Sam 2, 2). Dios se abaja para hacernos partícipes de esta condición de santidad. En la plenitud de los tiempos, fue Cristo el que se hizo uno como nosotros para elevarnos a la dignidad de hijos de Dios. Cristo, desde su trono de Gloria, a partir de la ascensión al cielo, manda su Espíritu a los hombres.
Así́ los cristianos experimentan un nuevo descendimiento de Dios hacia ellos en la persona del Espíritu. La oración al Espíritu Santo permite al cristiano abrirse cada vez más para acoger a ese Dios que se le da y que le va santificando. Esta presencia del Espíritu en el alma es la que va realizando la transformación, la santificación. La fuerza y la potencia de Dios están contenidas en el corazón del hombre que se ha abierto a su acción. Es así́ como el espíritu realiza en las personas la santificación. Mientras más llenos estemos del Espíritu Santo, más participamos de su misma santidad.
La presencia del Espíritu Santo y sus efectos
Por tanto, la oración al Espíritu Santo es la súplica de una presencia; la presencia del mismo Espíritu de Dios en nuestra alma. Eso ya es un don en sí mismo. Permitir que Dios habite en nosotros y unir nuestro corazón al suyo en intimidad es el don más grande. Sin embargo, esta presencia provoca algunos efectos en nuestra alma. En la tradición de la Iglesia, estos efectos que provoca el Espíritu en el corazón que lo ha acogido se llaman dones o frutos.
Cuando hacemos la oración al Espíritu Santo es bueno descubrir qué es lo que necesitamos en particular. Cuál es el don que en este momento de nuestra vida más nos urge. Ser conscientes de ello hace más disponible nuestra alma para acoger el don. Es por eso que es bueno conocer más a fondo cuáles son los dones para identificar aquél que necesitamos pedir con más insistencia.
La sabiduría: ver con los ojos de Dios
El primer don es el de la sabiduría. La presencia del Espíritu de la Verdad concede a la persona ver la vida con los mismos ojos de Dios. Este don es concedido a las almas humildes. “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a gente sencilla” (Mt 11, 25) dice Jesucristo. La sabiduría es un conocimiento que no se adquiere por el estudio, sino por la experiencia íntima de Dios. Esta sabiduría nos permite vivir según los criterios de Dios y no los criterios del mundo (cf. Rom 12, 2).
El entendimiento: comprender las verdades reveladas de modo nuevo
El segundo don es el de la inteligencia. Este don no se identifica con la mucha o poca capacidad intelectual que las personas tienen. Es la posibilidad que Dios concede de acercarse a las verdades reveladas con una visión nueva, entendiéndolas desde dentro. Cuando hemos sido formados desde pequeños en la fe hemos escuchado una y otra vez las verdades en las que creemos. Sin embargo, Dios nos concede en algunas ocasiones ver con ojos nuevos eso que siempre supimos, introduciéndonos a su misterio y así́ permitiéndonos vivirlo desde adentro.
La ciencia: el justo orden de las criaturas
El tercer don es el de ciencia. Es la capacidad de ver todas las cosas creadas por un orden de jerarquía. Esta capacidad que Dios nos concede es importante para relacionarnos con otras criaturas de manera ordenada, nos permite descubrir el valor verdadero que tienen las cosas y nos hace vivir con libertad hacia todas ellas. La ciencia nos permite tener un sano desapego de las criaturas. Esto no quiere decir que no valoramos todo lo creado; al contrario, el valor que tiene se lo da el creador. Pero la ciencia indica el camino hacia una progresiva vida en Dios. En Él lo tenemos todo, Él basta. Las criaturas tienen valor en cuanto a que nos hablan de Él y nos conducen a Él.
El consejo: vivir guiados por Dios
El cuarto don es el don de consejo. La presencia del Espíritu Santo en la persona permite ver con una luz clara aquello que conduce a Dios. Cuando el Espíritu habita en el corazón hace que la conciencia se vuelva cada vez más sensible a aquello que no coincide con el ser de Dios. Donde hay mucha luz, los puntos negros se hacen evidentes. Cuando hay oscuridad, no se distingue si hay más o menos puntos negros. Por eso, al inicio del camino de conversión los grandes pecados se justifican y se cometen sin mayor remordimiento. En la medida en que el alma va creciendo, la presencia del mal le parece inaceptable. Hasta las pequeñas imperfecciones le parecen obstáculos para que la luz de Dios brille con toda su fuerza en el interior.
La fortaleza: fuerza en la debilidad
El quinto don es el de fortaleza. En el Antiguo Testamento, el pueblo de Israel se consideraba fuerte y capaz porque Dios era su fortaleza (cf. Deut 7, 7). La fortaleza no radica en las capacidades humanas sino que es un don, es una fuerza que desde dentro sostiene al alma necesitada. Suele venir acompañada por una experiencia de fuerte debilidad. Cuando nos damos cuenta de que las circunstancias nos están sobrepasando y no podemos soportarlas con nuestras propias fuerzas, es momento en que el Espíritu da su don para dejar en claro que esta fuerza no viene de los hombres sino de Dios.
La piedad: la experiencia de la ternura del Padre y el amor a los hermanos
El sexto don que el Espíritu del Hijo infunde en nuestras almas es el don de piedad. Este don es la experiencia de la ternura del amor del Padre que nos permite gozarnos en nuestra dignidad de hijos de Dios. La presencia del Padre, el don de piedad, llenan el corazón de los hijos. Al sabernos hijos de Dios, brota espontánea la conciencia de ser hermanos de los hombres. La ternura que concede el Espíritu que nos hace gozarnos en ser hijos, es la misma ternura con la que miramos a nuestros hermanos.
El temor de Dios: el deseo de no perder a Dios
El último don es el temor de Dios. El alma que ha dejado que el Espíritu Santo habite en ella, haga morada en su corazón, valora tanto la presencia de Dios hasta el punto de tener “temor” a perderlo. El santo temor de Dios es un cierto miedo de no poseerlo. Dios lo ha sido todo para él por lo que perderlo es perderlo todo. Por eso el don del temor de Dios es un respeto hacia Él. Esto lleva a un sano alejamiento del pecado y de las ocasiones de pecar. Porque la separación de Dios es peor que cualquier mal.
La oración al Espíritu Santo
Es así como va actuando el Espíritu Santo en nuestro interior. Esta oración es sencilla; es una súplica. “Ven Espíritu Santo”. Conviene abrir las manos en un gesto de acogida para recibir del Padre el don de su Espíritu. puede ayudar también recitar esta oración: “Ven, Espíritu Santo, a mi corazón. Mira mi alma vacía sin ti. Ven a habitar en mi corazón poseyéndolo hasta hacerlo todo tuyo. Ven, Espíritu, a santificar. Llena de luz todo lo que está en la oscuridad. Llena de paz todo lo que está inquieto. Llena de consuelo toda herida. Lléname de ti que eres el mayor don. Amén”