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Dejarse amar por Dios y amar con su mismo corazón.

La necesidad existencial del amor

La vida cristiana nos lleva constantemente a cuestionarnos por el amor. Conocemos bien que el último deseo del Señor fue el mandamiento nuevo; el mandamiento del amor. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros; que, como yo os he amado, así os améis también entre vosotros” (Jn 13, 34). La importancia del amor nos lo muestra la experiencia. La felicidad se juega en este elemento de nuestras vidas: amar y ser amados. La oración de ofrecimiento centra su atención en esta experiencia. Invita a la persona a recibir de Dios el amor y a aprender a amar con madurez a Dios y a los hermanos.

El abandono y la filiación base de la oración de ofrecimiento

La oración de ofrecimiento debe tener como base la oración de abandono. Para que la ofrenda de nuestra vida tenga una consistencia y no sean meras palabras tenemos que partir de nuestra verdad. Ofrecernos a Dios pretendiendo darle algo que no poseemos es una farsa. Por eso, la experiencia de la pequeñez tiene que conducirnos a una entrega total, sí, pero sincera. El corazón se da por entero, pero consciente de que es un corazón pequeño (cf. 1Sam 16, 7).

La oración de ofrenda también debe estar acompañada de una experiencia previa de la paternidad de Dios. Experimentar el amor tierno del Padre que ama de manera incondicional, sin reservas, y que se dona por entero al corazón, provoca una respuesta  filial de amor (cf. Jn 1, 12). Al saberse tan amados por Dios, la respuesta se convierte en una aceptación de Dios. Aceptar el amor de Dios es entregarse por entero. El fundamento de la entrega del hombre a Dios no son las propias fuerzas y capacidades para amar. Lo que está en la base del ofrecimiento es el mismo amor del Padre (cf. 1Jn 4, 10).

El don del Padre que cura el corazón

Esta experiencia del don de Dios lo primero que hace es curar el corazón. Hemos sido creados para una amor incondicional y pleno. Pero nuestra experiencia cotidiana no es así. No siempre recibimos este amor tan pleno y podemos ser heridos. Las heridas afectivas marcan nuestra manera de amar. Pueden hacer incluso que nos bloquemos y nos frenemos a amar. Dios quiere curar y quiere sanar. Y para ello, antes de intentar ofrecernos al Señor, hay que dejar que Dios nos cure. Presentar el corazón herido a Dios para que su amor incondicional sea el bálsamo que restaure nuestro interior. Quizá las heridas más profundas son las que son causadas por aquellos que deberían haber sido el reflejo del amor del Padre: nuestros padres de familia. Ellos intentaron ofrecernos todo el amor que pudieron pero son limitados. Es por eso que en la madurez de la vida debemos saber ajustar esa relación filial y encontrar en el Padre el amor que nos fortalece. A demás de la relación con nuestros padres quizá la relación que más puede afectarnos es la esponsal. Las heridas por una traición o un mal trato en la relación con la pareja también necesitan ser curadas. Y después todos aquellos que hayan marcado nuestra vida de modo negativo al no habernos amado. Cuando vemos en nuestro interior esas heridas hay que ser consciente que deben ser curadas. La gracia de Dios, la sangre de Cristo, tiene que derramarse con toda su fuerza en nuestro corazón. Será su amor el que nos cure, el que nos fortalezca, el que nos sostenga para entonces si poder amar.

La ofrenda del Sagrado Corazón

Después de la experiencia de la receptividad del don de Dios que cura el alma podemos hablar de un ofrecimiento a Dios y en Él a los hermanos. Para poder entender el modo en que estamos llamados a amar debemos ver el ejemplo de Cristo. La plenitud del amor de Dios a los hombres está en la entrega de Cristo. “Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.” (Jn 3, 16). Y la plenitud del amor de Cristo está en su muerte de cruz. Nos dice el evangelio que le traspasaron el corazón con una lanza del cual brotó toda su sangre y su agua (cf Jn 19, 33-37). Es decir, la entrega total y definitiva de Jesús. Ya no tenía nada más que dar. Cristo nos enseña que para amar hay que dejar que nuestro corazón sea “traspasado”. Esto quiere decir que hay que aprender a ser vulnerables y abiertos al amor conscientes que amar puede implicar un dolor. Quien pretenda amar sin ser herido no amará nunca. Porque la donación implica saber morir a uno mismo para darse. Nos lo dice el Señor en el evangelio: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, allí queda, él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24).

Pero nos podemos preguntar ¿cómo podemos mantener el corazón abierto a pesar de las heridas? Y la respuesta la encontramos en la gracia de Dios. Es Dios quien nos da la fuerza para amar así. Al haber recibido el don del amor de Dios, el alma encuentra en Él una seguridad, una fortaleza y a partir de Él se puede dar y entregar. Dios es el que ama con mayor fidelidad. Su amor es el más estable y seguro. Eso permite que nos podamos dar a los demás sin esperar lo que el otro nos pueda dar. Evidentemente si el otro nos ama de regreso es hermoso ya que se crea una relación recíproca. Pero si no es así, estamos seguros en el amor de Dios y eso nos basta. Así es como en la oración de ofrecimiento se va formando el corazón. Ya que dándonos por entero al Señor tenemos la certeza que no vamos a ser heridos. Él nos enseña entonces a amar así de plenamente también a los hermanos. Vamos adquiriendo su mismo corazón. Él va arrancando de nosotros el corazón de piedra para darnos un corazón de carne (cf. Ez 11, 19).

La fecundidad del corazón

La oración de ofrecimiento es una oración de unión íntima con el Señor. De esta unión brota el fruto del amor. Ahora bien, cuando hablamos del amor tenemos que distinguir entre el modo en que ama a Dios y a los hermanos un alma femenina y una masculina. Por lo que vamos a reflexionar sobre los dos matices propios de cada género.

La mujer ama a Dios recibiendo de Él la vida y siendo fecundada. Esto lo entendemos en la figura de Eva y de la Iglesia. Eva, la esposa, nace del costado de Adán que está dormido (cf. Gn 2, 22). Dios se sirve de Adán para crear a su mujer que: “esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2, 23). En la plenitud de los tiempos, Cristo es el nuevo Adán (cf. Rom 5, 15). Del costado herido de Jesús que muere en la cruz, nace la Iglesia, su esposa. Esta Iglesia sí es carne de Su carne. Y no solo nace para tener vida en sí misma sino para ser madre y engendrar a los hijos en la fe (cf. Jn 19, 26). Nosotros somos esa Iglesia que ha sido fecundada por la sangre del cordero, la víctima que se ha ofrecido. La oración de ofrecimiento llega a su plenitud cuando, al haber acogido al Dios que se nos da, venimos fecundados por su fuerza vital.

Este ofrecimiento implica saber morir para dar vida como lo hizo Cristo. Es la espada que atravesó el corazón de la Virgen (cf. Lc 2, 35). ¿Cuál es esta herida que podemos ofrecer a Dios para que de vida a nuestros hermanos? En primer lugar, la herida de nuestro propio pecado. Experimentar una y otra vez que no podemos amar como quisiéramos, duele. “Puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rom 7, 19). Nos hiere nuestro egoísmo y nuestra limitación. A través del abandono y del arrepentimiento, esa herida puede ser ofrenda que, unida a la de Cristo, da vida. En segundo lugar, la herida que causa la relación. Las relaciones interpersonales son muy complejas y frecuentemente generan en nosotros expectativas que muy pocas veces vienen completadas. Siempre deseamos más y mejor amor. Por eso, la relación misma puede causar una herida. Si sabemos utilizar ese dolor y lo ofrecemos por la persona amada estamos dando vida junto con Cristo. Ya que morimos a nuestro deseo de ser amados para amar a pesar de la limitación en las relaciones. En tercer lugar, la herida que nos causa el sufrimiento de los seres queridos. Ver sufrir provoca un profundo dolor. A veces desearíamos sufrir en el lugar de nuestros seres queridos. Preferimos que el dolor recaiga sobre nosotros antes que sobre ellos. Pero cada uno tiene su cruz y su sufrimiento y hay que dejarlos vivirlo. Por eso, la impotencia que nos causa el intuir y ver su dolor puede ser ofrecido junto con Cristo por ellos. Así́, con Cristo, les daremos vida y les sostendremos en su dolor.

Dar vida junto con Cristo

El ofrecimiento del varón tiene un matiz distinto. Él ha sido creado para dar vida. él fecunda a la mujer. Es por eso que para el hombre le es muy difícil aceptar que la vida que quiere dar la tiene que recibir de Otro. El varón tiene que hacer un proceso en el que reconoce que no es capaz de dar, por si mismo, la vida. Dios concede a los hombres participar de su acción pero ésta debe brotar de la unidad íntima con Él. Así puede ser reflejo del amor de Dios a los demás. Debe darse cuenta que esta llamado a ser una prolongación de Su presencia en el mundo. Vacío de sí mismo y lleno de Dios hace presente su paternidad, su humanidad, su vida, su protección, en definitiva su amor.

Así como el ofrecimiento femenino implica ser traspasado por la espada como la Virgen, también el hombre esta llamado a ofrecerse con Cristo en la cruz. Crucificado con Cristo es en Él, fuente de misericordia, de perdón, de comprensión, de bondad, de fortaleza. Así cumplirá lo que tanto desea: dar vida, la misma vida de Dios.

La oración de ofrecimiento

La oración de ofrecimiento, por tanto es ese momento en el que nos encontramos con Dios que es amor y nos llenamos de su amor incondicional. A partir de Él amamos a nuestros hermanos con la fuerza del mismo corazón de Dios. Vivamos este modo de orar sirviéndonos de estas palabras: “Señor Jesús, me presento ante ti, en tu cruz, con el corazón abierto. Deseo acoger el amor que me ofreces con tu entrega total en la cruz. El amor con el que me amas me capacita para amar. Derrámate con toda tu fuerza y concédeme tu Espíritu que me llena de vida y me hace capaz de dar vida. Yo estoy dispuesto a morir a mí mismo junto contigo para el bien de los hombres. Que esta entrega oculta sea lo que sostenga y llene de vida a aquellos a los que más amo y a los que no conozco. Esa es mi humilde ofrenda. Amén”

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