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El consuelo de Dios en la pérdida de un familiar

Uno de los dolores más grandes en la vida de una persona es ver a un familiar o a un ser querido partir a la casa del Padre. Es una experiencia inevitable en el hogar pero a la vez es una de las circunstancias que provocan mayor sufrimiento. Son momentos de sentimientos encontrados en los que tenemos que aprender a vivir desde la fe. Y vivir desde la fe no significa no permitirnos sufrir, llorar, reconocer el dolor. Vivir desde la fe significa dar espacio y entrada al Buen Dios para que con su presencia de amor llene de consuelo este dolor.

LA SINCERIDAD DEL CORAZÓN DOLIDO

Cuando tenemos esa experiencia de pérdida de un ser querido es necesario permitir a nuestra psicología y a nuestro corazón que reaccione. Buena o mala nuestra primera reacción tiene que emerger con toda su fuerza. Puede ser una reacción de enojo con Dios por haberse llevado a quien más amamos. Puede ser una experiencia de inseguridad al verse privados de la protección de ese ser querido. También podemos experimentar culpa por no haber hecho más por esa persona. Podemos sentir dolor y sufrimiento y deseos de llorar. Incluso podemos llegar al limite de no querer seguir viviendo sin esa persona. Son muchas y diversas las reacciones que podemos experimentar. Pero es importante no reprimirlas sino que ser conscientes que ahí están. Que hay algo que nos provoca esta reacción.

Ahora bien, para que el Señor pueda intervenir en estos momentos y ayudarnos a superar esta dura prueba necesitamos presentarle a Dios esta reacción que tenemos dentro. Sincerarnos con el Señor, incluso, si cabe decirlo, “reclamarle”: “¿Por qué Señor? ¿Por qué lo has permitido? ¿Por qué así? ¿Por qué a él?” De hecho no es tanto un reclamo. Más bien es la reacción de un hijo que se acerca con su Padre porque no entiende sus designios. Nadie nos comprende tanto como el Señor. Nos dice el salmo 139: “Tú me escrutas, Yahvé, y me conoces; sabes cuándo me siento y me levanto, mi pensamiento percibes desde lejos; de camino o acostado, tú lo adviertes, familiares te son todas mis sendas.” Él ve lo más íntimo del corazón del hombre y conoce su dolor. Pero necesita que nosotros seamos conscientes de ese dolor también para poderlo sanar, para podernos curar. Si nosotros no dejamos que esto emerja y nos hacemos fuertes, nos convencemos a nosotros mismos que no pasa nada, Dios no puede intervenir. Nos ve con el corazón roto pero haciéndose el fuerte y entonces no puede consolarnos, explicarnos, guiarnos, conducirnos.

EL CONSUELO DE DIOS

Al ser conscientes de nuestra reacción inicial y al presentarla con sinceridad a Dios entonces el Señor puede ser nuestro consuelo. Y ¿cómo consuela el Señor? Lo primero es llenarnos de su presencia. Dios que es Padre y que es bueno, al vernos tan dolidos lo que mas desea es abrazarnos con su amor. Quiere entrar en ese corazón que llora por la pérdida de su más grande amor, de su padre o de su madre, de uno de sus hijos, de un hermano y decirle: “Aquí estoy”. La presencia de Dios es el mayor consuelo. Es Dios quien viene a llenar el hueco de la ausencia. Viene a decirnos que Él quiere ser Padre, quiere ser Esposo, quiere ser Hermano. Nos invita a levantar la mirada cada vez que el corazón vuelve a sentir la falta de los que quisiéramos tener a nuestro lado. Nos pide que lo busquemos a Él y que le supliquemos que llene con su amor este vacío que ha dejado la presencia de los que queremos.

Y a demás de llenarnos con su presencia que nos consuela el Señor también nos llena de la paz de saber el destino de aquellos que queremos. A veces podemos pensar que queremos quedarnos con nuestros seres queridos toda la vida. Pero a la vez llena de esperanza el saber que tendremos su presencia eternamente. Que nos espera el gozo eterno en el que seremos, todos, uno en Dios. En donde no habrá límites en el amor y viviremos en una comunión eterna en el cielo. Saber que los que más queremos están gozando ya de esa paz que da la presencia del Padre ciertamente es un consuelo. Eso no quita el dolor pero no permite caer en la desesperanza. Podemos sufrir la pérdida y a la vez esperar en el reencuentro.

DESCUBRIR EL SENTIDO DEL DOLOR

La presencia de Dios y la certeza de la existencia del eternidad es un consuelo para nosotros. Pero también necesitamos una razón, darle un sentido a lo que sucedió. Necesitamos entender los misteriosos designios de Dios. Y para ello debemos acudir a Él. Con confianza acercarnos y preguntarle simplemente: ¿Por qué? Y esperar de Dios una respuesta. Quien se acerca con sinceridad a Dios Él le mostrará la razón por la que permitió ese dolor. Es necesario tener claro que Dios no manda el sufrimiento si no simplemente lo permite. Y lo permite ya que es el único capaz de sacar un bien del mal. Es decir, de convertir una tragedia en una experiencia positiva. Dios quizá no nos explica el por qué de tanto dolor pero si nos mostrará un horizonte de para qué. Nos enseña que de este sufrimiento y de este dolor hay un bien misterioso, escondido, que tenemos que descubrir.

Pero podemos refutar esta opinión y decir ¿Qué bien podría salir de una muerte? Y lo que debemos es aprender a ver bienes que quizá no hubieran surgido sin ese dolor. Por ejemplo: la unión familiar, el perdón de los hermanos, el fin de un dolor físico por una enfermedad, la madurez para afrontar la vida, una solidaridad de los que nos rodean. Son muchos los bienes que el Señor, en su infinita bondad nos concede al permitirnos aprender, crecer, madurar después de una pérdida. A eso se refiere San Pablo cuando dice: “Todo contribuye al bien de los que aman a Dios” (Rom 8, 28). Es Dios bueno quien se hace presente en nuestras vidas para enseñarnos que no hay dolor que no podamos afrontar, no hay sufrimiento que no podamos superar, no hay pérdida que no podamos encajar. Él nos da la fuerza y la gracia para seguir adelante y a partir de esta experiencia crecer en amor a Él y a nuestros hermanos.

DESCUBRIR UNA NUEVA PRESENCIA

Habiendo tenido la confianza de acercarnos al Señor para pedirle que nos muestre el sentido, el para qué de este sufrimiento, se vuelve necesario aprender a vivir sin la presencia física de nuestro ser querido. A veces nos podemos preguntar: ¿cómo voy a poder vivir sin Él? ¿cómo seguir mi vida sin su compañía? Lo primero es aceptar que así es. Que por más que los queramos a nuestro lado, ese ser querido no está presente como antes lo teníamos. Y lo segundo es descubrir su nueva presencia. Ellos existen en la eternidad de Dios y sabemos, por la fe, que podemos estar en comunicación con ellos. Que intervienen en nuestra vida al presentarse ante Dios y alcanzarnos las gracias, las ayudas que necesitamos. El amor que nos tienen les hace seguirse haciendo presentes. Hay que vivir con los ojos abiertos para descubrir esas señales, esos signos de su presencia. Esas cosas que quizá nadie ve pero para nosotros, en la intimidad, es un mensaje, un modo de decirnos: “aquí estoy, no te he dejado, no te he abandonado”.

Y así como aprendemos a descubrir los signos de la presencia de nuestros seres queridos también tenemos que aprender a seguir encausando el amor que tenemos para ellos. No podemos frenar el corazón, al contrario, debemos seguirlos amando y demostrando el amor con gestos sencillos. Por ejemplo, en el día en que se festeja su cumpleaños tenerle un detalle ya sea humano o espiritual. Visitar el lugar en el que están sus restos mortales y llenarlo de flores. En un momento en el que lo extrañamos más levantar la mirada y decirle: “Te quiero. Te extraño”. Cosas sencillas pero que nos hagan volcar el corazón hacia esa persona y no frenarlo. Es importante comprender que la relación con esa persona no se ha acabado. Al contrario que es una nueva forma de relacionarnos incluso más íntima, más cercana, más real.

Quizá este texto puede ayudar para afrontar estos momentos en el hogar:

Es impresionante que, aunque el tiempo pasa, el corazón sigue teniendo esos mismos dos sentimientos que le invadieron cuando partió a la casa del Padre. El dolor y las lágrimas por no tenerlo a nuestro lado y la alegría de saber que está a Su lado. La nostalgia por no poderlo abrazar y la esperanza del abrazo eterno. La melancolía por no escuchar su voz y el gozo de aprender su nuevo lenguaje. La inquietud por el futuro y la paz por su presente. La tristeza de no poder compartir la vida con él y la felicidad de saber que vive conmigo. La angustia de no saber que hacer sin él y la seguridad de su constante presencia. La necesidad de su consejo y la certeza de su intercesión. La añoranza de esos momentos en los que la familia estaba unida y la confirmación de que está más unida que nunca. La pena por el dolor de los más queridos y la satisfacción de verlos madurar. La tristeza de la separación y el júbilo del reencuentro.

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