Hacer a Dios el centro de nuestro hogar
La familia es el ámbito en el que nosotros encontramos el camino para nuestro desarrollo armónico. El hogar es el espacio privilegiado para descubrir el amor, la belleza, la verdad, la bondad. Es ahí en donde aprendemos las mejores y más importantes lecciones de la vida. Por lo tanto, es en el familia en donde también aprendemos a encontrar la presencia de Dios. El ejemplo de nuestros padres es lo que nos permite reconocer que no estamos solos en el mundo si no que estamos siendo cuidados, protegidos, acompañados y guiados por un Dios que es Padre. Sin embargo, a veces nos preguntamos ¿Cómo hacer que Dios sea el centro de nuestro hogar? ¿Cómo dejarle entrar en nuestro ámbito familiar? ¿Cómo dejarnos acompañar por Él? ¿Cómo estar bajo las alas de Dios encontrando en Él un refugio como nos dice el salmo 91?
Este año dedicaremos esta sección de la revista para dar algunas pautas y abrir un horizonte para aprender a hacer a Dios parte de nuestras vidas y de nuestro hogar. Tomaremos algunos momentos o circunstancias que vivimos en familia para descubrir cómo Dios se hace presente en la cotidianidad de la vida. Y para dejar que Él nos cubra con su fuerza de amor que hace más llevadero todo.
DIOS ES UN DIOS MISTERIOSO
Para poder descubrir la mano de Dios en nuestra vida y en nuestra familia es importante considerar que Dios es un Dios que es, en un cierto sentido, misterioso. No se refiere a misterioso por ser desconocido o inaccesible. Más bien con este adjetivo se pretende indicar que Dios es más grande que todos nuestros criterios y pensamientos. “La Gloria de Dios supera cielo y tierra” nos dice la escritura (cf. Sal 8 y 19). El Señor todo lo supera todo lo abarca, todo lo llena, todo lo desborda. Siendo Dios es imposible reducirlo a nuestras categorías. Nosotros utilizamos antropomorfismos que nos ayudan a descubrir, por analogía, lo que es Dios. Decimos entonces que Dios es Padre, que Jesús es nuestro hermano, que el Espíritu Santo es el esposo de la Iglesia. Pero siempre nos quedamos cortos al querer describir el ser de Dios. Quizá la definición que lo abarca todo es aquella que se expresa en la teología joánica: Dios es amor (1Jn 4, 8). Él es la expresión máxima de todo lo que es bello, de todo lo que es verdadero, de todo lo que es bueno. En definitiva, es el amor.
¿Por qué es necesario tener esto claro? Porque a veces tenemos esta preguntas: “¿Por qué Dios no está presente? ¿Por qué Dios no me responde? ¿Por qué Dios se ha ocultado de mi?”. Y no nos damos cuenta que queremos que Dios actúe según nuestro esquemas y nuestros criterios. Y entonces limitamos la acción de Dios. Él es más sabio que nosotros, es La Sabiduría (cf. Sab 9, 2), y por lo tanto debemos aprender a dejarlo actuar. A permitirle realizar su obra en nosotros y en los que más queremos. Esto implica mucha fe y mucha confianza. Nos pide, como Abraham, creer en su promesa aunque no veamos claro hacia donde nos esta conduciendo (cf. Gn 12, 1).
DIOS HA ENTRADO EN NUESTRA HISTORIA
Ahora bien, aunque sabemos que Dios es un Dios misterioso, que nos supera, que nos trasciende, creemos por la revelación que Dios ha querido entrar en la historia del hombre. Él, el eterno, ha deseado hacerse accesible al hombre reduciéndose a la categoría del tiempo para ser parte de su historia. La manifestación de la presencia de Dios en el mundo tuvo su origen en el pueblo elegido, el pueblo de Israel. El “shema Israel”: “Escucha Israel…” (Deut 6, 4) resonó en la historia como el momento en el que Dios hace escuchar su voz desde lo alto y le pide al hombre, su criatura privilegiada, que levante la mirada; que lo escuche. Que tiene un mensaje para él. Que quiere expresarle el amor incondicional que le tiene. Que desea entrar en relación con él. Le pide al pueblo un espacio, una tienda, en donde pudiera hacer su morada (cf. Ex 33, 7-9). En el periodo en que el pueblo de Israel vivió en el desierto colocaban sus tiendas en forma de círculo para protegerse y la del jefe de la tribu era la más grande. Dios quiso ser parte de su tribu, de su clan, de su familia y estar entre sus tiendas. Se colocó entre ellas para ser su protección, su guía y su autoridad (cf. Sal 78, 60). Quiso posarse en el mundo y dejar su huella para que el hombre lo encuentre cercano, lo sienta cercano.
Esto llega a su plenitud en Cristo. Dios no solo quiso hacer escuchar su voz o hacerse presente con imágenes o símbolos. Sino que envió a su Hijo para ser para el mundo el rostro del Padre (cf. Gal 4, 4). Se encarnó, asumió nuestra naturaleza humana, para no relacionarse con el hombre desde su superioridad sino desde la pequeñez (cf. Fil 2, 7). Jesús vivió nuestra misma vida, sufrió nuestros mismos sufrimientos, se alegró con nuestras alegrías, se compadeció de nuestras enfermedades, se dejó herir por sus amigos e incluso experimentó el trance más definitivo: la muerte. Vivió todo esto para decirnos, con su vida: “Aquí estoy”. “No soy un Dios lejano. No estoy sentado en mi trono viendo cómo logras llevar adelante tu vida. Estoy aquí, viviendo contigo, sufriendo contigo, llenándome de alegría contigo. Si tan solo me dejaras entrar”. Y entonces es el momento en que el hombre debe responder a este mensaje de amor.
ABRIR LA PUERTA DE NUESTRO HOGAR A DIOS
Nos dice el apocalipsis que Jesús está a la puerta y llama: “Estoy a la puerta y voy a llamar; y, si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos los dos.” (Ap 3, 20). En la tierra de palestina cuando una persona iba de visita a una casa y llamaba a la puerta, el portero preguntaba: ¿Quién? Y el invitado respondía: “Yo”. No decía su nombre. La misión del portero era reconocer la voz del invitado para saber si era una voz de un conocido para entonces dejarle entrar. Así hace nuestro Dios. Él llama sin cesar a nuestra puerta. Es el amigo que quiere entrar para ser parte de nuestra familia, para llenar con su presencia de Gloria todo nuestro hogar. Pero para ello necesita que nosotros lo reconozcamos como un conocido, es decir, como alguien que viene a traernos alegría, gozo y consuelo con su presencia. Y lo dejemos entrar.
Es el valioso tesoro de nuestra libertad. Nosotros elegimos o no si Dios es parte de nuestro hogar, si Dios es centro de nuestro hogar. Y en el fondo lo deseamos pero a veces no sabemos cómo hacerlo presente. Para que Dios pueda ser parte de nuestra familia debemos aprender a hacerlo partícipe de todo aquello que más nos preocupa, que más nos alegra, todo lo que en familia vivimos: la muerte de un ser querido, una enfermedad, la alegría de un nacimiento de un miembro de la familia, el gozo de un triunfo de un hijo, la tristeza de la desunión familiar. Esto es lo que debemos hacer el tema de conversación con Dios. A veces vivimos muy solos, cargando en nuestras espaldas el peso de las cruces, las dificultades, las angustias y no encontramos a ese Dios que nos prometió ser nuestro descanso por que su yugo es suave y su carga ligera (cf. Mt 11, 28-30).
¿Qué medios nos da la Iglesia para encontrar en Dios ese compañero de la vida? Lo primero y más importante es lo que ya dijimos la actitud del corazón que abre la puerta de su vida a Dios para que entre. Esta actitud depende de nosotros. Nadie podrá forzarnos jamás a abrir nuestra alma y nuestra vida a Dios. Todos los demás medios no sirven de nada si nuestra persona esta cerrada a Dios. Lo segundo es encontrar a Dios en los sacramentos. Ahí el Dios invisible se hace visible en la presencia sacramental. Ese es el espacio privilegiado para dejarnos habitar por Dios y así hacerlo parte de nuestra vida. Y por último la oración. Una oración sencilla, que parta de nuestra realidad, nuestra situación actual y que eleva la mirada al Padre de la misericordia implorando su presencia de amor. Una oración que tenga como contenido nuestros dolores, sufrimientos y alegrías familiares y como respuesta la Palabra de Dios. Ahí encontramos el mensaje de alivio, consuelo y paz que necesita nuestra alma. Ahí encontramos, en definitiva a nuestro Dios.
Dios puede ser centro de nuestro hogar si somos conscientes de quién es Él. Un Dios que es misterioso, es decir, que supera nuestros criterios y esquemas. Si aceptamos esta realidad entonces podemos encontrar al Dios que a pesar de ser más grande que todo se quiso hacer accesible a nosotros en Cristo. Y para que pueda hacerse presente necesita que nuestra libertad se decida a abrir la puerta de su hogar a Él. Abriendo el corazón, encontrándolo en su presencia sacramental y en la oración escuchando su respuesta en Su Palabra.
Oración:
“Dios Bueno, nuestra alma te busca, nuestra vida no tiene sentido sin ti, la familia te necesita, nuestro hogar esta vacío si tu no lo llenas con tu presencia. Ven, ven Dios Padre, ven a nuestra vida y a nuestra familia. Te necesitamos. Ven desde tu misterio a llenar nuestra tienda con tu presencia de amor. Haznos comprender que no estamos solos, que tu has querido asumir todos nuestros dolores, gozar con nosotros, secar nuestras lágrimas, compadecerte de nuestras enfermedades, alégrate con nuestros pequeños júbilos. Ven Señor, te hemos abierto la puerta, para que seas el centro de nuestro hogar. Amén”
Hacer a Dios el centro de nuestro hogar
La familia es el ámbito en el que nosotros encontramos el camino para nuestro desarrollo armónico. El hogar es el espacio privilegiado para descubrir el amor, la belleza, la verdad, la bondad. Es ahí en donde aprendemos las mejores y más importantes lecciones de la vida. Por lo tanto, es en el familia en donde también aprendemos a encontrar la presencia de Dios. El ejemplo de nuestros padres es lo que nos permite reconocer que no estamos solos en el mundo si no que estamos siendo cuidados, protegidos, acompañados y guiados por un Dios que es Padre. Sin embargo, a veces nos preguntamos ¿Cómo hacer que Dios sea el centro de nuestro hogar? ¿Cómo dejarle entrar en nuestro ámbito familiar? ¿Cómo dejarnos acompañar por Él? ¿Cómo estar bajo las alas de Dios encontrando en Él un refugio como nos dice el salmo 91?
Este año dedicaremos esta sección de la revista para dar algunas pautas y abrir un horizonte para aprender a hacer a Dios parte de nuestras vidas y de nuestro hogar. Tomaremos algunos momentos o circunstancias que vivimos en familia para descubrir cómo Dios se hace presente en la cotidianidad de la vida. Y para dejar que Él nos cubra con su fuerza de amor que hace más llevadero todo.
DIOS ES UN DIOS MISTERIOSO
Para poder descubrir la mano de Dios en nuestra vida y en nuestra familia es importante considerar que Dios es un Dios que es, en un cierto sentido, misterioso. No se refiere a misterioso por ser desconocido o inaccesible. Más bien con este adjetivo se pretende indicar que Dios es más grande que todos nuestros criterios y pensamientos. “La Gloria de Dios supera cielo y tierra” nos dice la escritura (cf. Sal 8 y 19). El Señor todo lo supera todo lo abarca, todo lo llena, todo lo desborda. Siendo Dios es imposible reducirlo a nuestras categorías. Nosotros utilizamos antropomorfismos que nos ayudan a descubrir, por analogía, lo que es Dios. Decimos entonces que Dios es Padre, que Jesús es nuestro hermano, que el Espíritu Santo es el esposo de la Iglesia. Pero siempre nos quedamos cortos al querer describir el ser de Dios. Quizá la definición que lo abarca todo es aquella que se expresa en la teología joánica: Dios es amor (1Jn 4, 8). Él es la expresión máxima de todo lo que es bello, de todo lo que es verdadero, de todo lo que es bueno. En definitiva, es el amor.
¿Por qué es necesario tener esto claro? Porque a veces tenemos esta preguntas: “¿Por qué Dios no está presente? ¿Por qué Dios no me responde? ¿Por qué Dios se ha ocultado de mi?”. Y no nos damos cuenta que queremos que Dios actúe según nuestro esquemas y nuestros criterios. Y entonces limitamos la acción de Dios. Él es más sabio que nosotros, es La Sabiduría (cf. Sab 9, 2), y por lo tanto debemos aprender a dejarlo actuar. A permitirle realizar su obra en nosotros y en los que más queremos. Esto implica mucha fe y mucha confianza. Nos pide, como Abraham, creer en su promesa aunque no veamos claro hacia donde nos esta conduciendo (cf. Gn 12, 1).
DIOS HA ENTRADO EN NUESTRA HISTORIA
Ahora bien, aunque sabemos que Dios es un Dios misterioso, que nos supera, que nos trasciende, creemos por la revelación que Dios ha querido entrar en la historia del hombre. Él, el eterno, ha deseado hacerse accesible al hombre reduciéndose a la categoría del tiempo para ser parte de su historia. La manifestación de la presencia de Dios en el mundo tuvo su origen en el pueblo elegido, el pueblo de Israel. El “shema Israel”: “Escucha Israel…” (Deut 6, 4) resonó en la historia como el momento en el que Dios hace escuchar su voz desde lo alto y le pide al hombre, su criatura privilegiada, que levante la mirada; que lo escuche. Que tiene un mensaje para él. Que quiere expresarle el amor incondicional que le tiene. Que desea entrar en relación con él. Le pide al pueblo un espacio, una tienda, en donde pudiera hacer su morada (cf. Ex 33, 7-9). En el periodo en que el pueblo de Israel vivió en el desierto colocaban sus tiendas en forma de círculo para protegerse y la del jefe de la tribu era la más grande. Dios quiso ser parte de su tribu, de su clan, de su familia y estar entre sus tiendas. Se colocó entre ellas para ser su protección, su guía y su autoridad (cf. Sal 78, 60). Quiso posarse en el mundo y dejar su huella para que el hombre lo encuentre cercano, lo sienta cercano.
Esto llega a su plenitud en Cristo. Dios no solo quiso hacer escuchar su voz o hacerse presente con imágenes o símbolos. Sino que envió a su Hijo para ser para el mundo el rostro del Padre (cf. Gal 4, 4). Se encarnó, asumió nuestra naturaleza humana, para no relacionarse con el hombre desde su superioridad sino desde la pequeñez (cf. Fil 2, 7). Jesús vivió nuestra misma vida, sufrió nuestros mismos sufrimientos, se alegró con nuestras alegrías, se compadeció de nuestras enfermedades, se dejó herir por sus amigos e incluso experimentó el trance más definitivo: la muerte. Vivió todo esto para decirnos, con su vida: “Aquí estoy”. “No soy un Dios lejano. No estoy sentado en mi trono viendo cómo logras llevar adelante tu vida. Estoy aquí, viviendo contigo, sufriendo contigo, llenándome de alegría contigo. Si tan solo me dejaras entrar”. Y entonces es el momento en que el hombre debe responder a este mensaje de amor.
ABRIR LA PUERTA DE NUESTRO HOGAR A DIOS
Nos dice el apocalipsis que Jesús está a la puerta y llama: “Estoy a la puerta y voy a llamar; y, si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos los dos.” (Ap 3, 20). En la tierra de palestina cuando una persona iba de visita a una casa y llamaba a la puerta, el portero preguntaba: ¿Quién? Y el invitado respondía: “Yo”. No decía su nombre. La misión del portero era reconocer la voz del invitado para saber si era una voz de un conocido para entonces dejarle entrar. Así hace nuestro Dios. Él llama sin cesar a nuestra puerta. Es el amigo que quiere entrar para ser parte de nuestra familia, para llenar con su presencia de Gloria todo nuestro hogar. Pero para ello necesita que nosotros lo reconozcamos como un conocido, es decir, como alguien que viene a traernos alegría, gozo y consuelo con su presencia. Y lo dejemos entrar.
Es el valioso tesoro de nuestra libertad. Nosotros elegimos o no si Dios es parte de nuestro hogar, si Dios es centro de nuestro hogar. Y en el fondo lo deseamos pero a veces no sabemos cómo hacerlo presente. Para que Dios pueda ser parte de nuestra familia debemos aprender a hacerlo partícipe de todo aquello que más nos preocupa, que más nos alegra, todo lo que en familia vivimos: la muerte de un ser querido, una enfermedad, la alegría de un nacimiento de un miembro de la familia, el gozo de un triunfo de un hijo, la tristeza de la desunión familiar. Esto es lo que debemos hacer el tema de conversación con Dios. A veces vivimos muy solos, cargando en nuestras espaldas el peso de las cruces, las dificultades, las angustias y no encontramos a ese Dios que nos prometió ser nuestro descanso por que su yugo es suave y su carga ligera (cf. Mt 11, 28-30).
¿Qué medios nos da la Iglesia para encontrar en Dios ese compañero de la vida? Lo primero y más importante es lo que ya dijimos la actitud del corazón que abre la puerta de su vida a Dios para que entre. Esta actitud depende de nosotros. Nadie podrá forzarnos jamás a abrir nuestra alma y nuestra vida a Dios. Todos los demás medios no sirven de nada si nuestra persona esta cerrada a Dios. Lo segundo es encontrar a Dios en los sacramentos. Ahí el Dios invisible se hace visible en la presencia sacramental. Ese es el espacio privilegiado para dejarnos habitar por Dios y así hacerlo parte de nuestra vida. Y por último la oración. Una oración sencilla, que parta de nuestra realidad, nuestra situación actual y que eleva la mirada al Padre de la misericordia implorando su presencia de amor. Una oración que tenga como contenido nuestros dolores, sufrimientos y alegrías familiares y como respuesta la Palabra de Dios. Ahí encontramos el mensaje de alivio, consuelo y paz que necesita nuestra alma. Ahí encontramos, en definitiva a nuestro Dios.
Dios puede ser centro de nuestro hogar si somos conscientes de quién es Él. Un Dios que es misterioso, es decir, que supera nuestros criterios y esquemas. Si aceptamos esta realidad entonces podemos encontrar al Dios que a pesar de ser más grande que todo se quiso hacer accesible a nosotros en Cristo. Y para que pueda hacerse presente necesita que nuestra libertad se decida a abrir la puerta de su hogar a Él. Abriendo el corazón, encontrándolo en su presencia sacramental y en la oración escuchando su respuesta en Su Palabra.
Oración:
“Dios Bueno, nuestra alma te busca, nuestra vida no tiene sentido sin ti, la familia te necesita, nuestro hogar esta vacío si tu no lo llenas con tu presencia. Ven, ven Dios Padre, ven a nuestra vida y a nuestra familia. Te necesitamos. Ven desde tu misterio a llenar nuestra tienda con tu presencia de amor. Haznos comprender que no estamos solos, que tu has querido asumir todos nuestros dolores, gozar con nosotros, secar nuestras lágrimas, compadecerte de nuestras enfermedades, alégrate con nuestros pequeños júbilos. Ven Señor, te hemos abierto la puerta, para que seas el centro de nuestro hogar. Amén”