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Parte I

Después del ofertorio, empieza la plegaria eucarística. Comienza con el prefacio que converge en el canto del Santo. El momento central de la plegaria es la Consagración. En ella se transforman el pan y el vino, que hemos ofrecido, en cuerpo y en sangre de Cristo.

 En la Consagración se percibe el mayor fervor y respeto en la iglesia. Sabemos que es un momento sumamente importante. Nos arrodillamos llenos de devoción para darle la bienvenida a Cristo, Rey y Señor nuestro, sin embargo podemos caer en el peligro de ser simples espectadores de este milagro. Podemos permanecer maravillados y asombrados pero anclados en nuestro sitio; aferrados a nuestro yo.

 Te invito a que vivas distinto el momento de la Consagración. Participa en primera persona con Cristo, que se ofrece en el altar por la humanidad.

 Durante el ofertorio hemos ofrecido a Dios nuestro corazón, pequeño, pero todo suyo. Lo hemos puesto en el altar. Es momento de que nuestro corazón se una al de Cristo Eucaristía.

Entre la Eucaristía y nosotros hay un abismo. Nosotros somos criaturas y Él es Dios (Gen 1, 27). Nosotros no somos nada y Él lo es todo. Es por eso que en el momento de la Consagración tenemos que postrarnos ante Dios y reconocer que nosotros no nos podemos unir a Cristo, que se ofrece en la Eucaristía, si el Espíritu Santo no nos eleva a Él. Es el Espíritu Santo quien penetra nuestra alma y la toma para elevarla y unirla a Cristo Eucaristía permitiéndonos ofrecernos con Él (Rom. 8, 17).

La Misa, memorial de la muerte de Cristo, nos permite estar en el Calvario. Es la cruz el sacrificio cruento de Cristo (Heb. 10, 12) que se vive de manera incruenta en la Eucaristía. Cuando el sacerdote eleva la hostia, es como si elevara el mismo cuerpo de Cristo crucificado. Nosotros lo vemos desde abajo y desearíamos unirnos a Él.

Nuestro corazón desea que Cristo no muera solo. Le suplicamos que, al menos, nos permita darle un abrazo que pueda consolar su dolor. Sin embargo, la distancia entre la cruz y nosotros sigue siendo inmensa. Pero Jesús lo dijo en su predicación: “y yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí.” Jn. 12, 32. El Espíritu Santo nos atraerá a Él y nos unirá a Cristo, que se ofrece en la cruz y en la Eucaristía.

 Antes de la Consagración cuando nos arrodillamos, en la epiclesis, el sacerdote coloca sus manos sobre las ofrendas e invoca al Espíritu Santo pidiendo que descienda. En ese momento puedes agachar tu cabeza y sentir que el sacerdote coloca sus manos sobre ti (que eres la ofrenda). Así permitirás que el Espíritu Santo descienda sobre ti y dejarás que penetre hasta lo más hondo de tu corazón al abrir tu alma a su acción. Él te llevará a la unión con Cristo. Él te hará participar del sacrificio redentor de tu Señor.

 Habiendo permitido al Espíritu Santo descender y poseerte, mantente atento a los gestos del sacerdote. Mientras el presbítero eleva la Eucaristía, te puede ayudar abrir tus manos como gesto de ofrenda y dejar que tu corazón vuele hasta unirse a la hostia que se encuentra en las manos del sacerdote. Mira con alegría tu corazón unido al Sagrado Corazón de Jesús, hecho hostia por nosotros.

CONSAGRACIÓN: FRUTOS DE LA UNIÓN CON CRISTO EUCARISTÍA.

Parte II

 Durante la consagración nos podemos unir íntimamente a Cristo que se está ofreciendo en el altar. ¿Qué valor tiene esta unión? ¿cuál es el fin de la misma? ¿qué frutos da?

 Podemos decir que la unión con Jesús Eucaristía es un don en sí mismo. No necesitamos nada más. Ese es el fin. Si toda nuestra vida cristiana no nos lleva al encuentro profundo con Dios, no vale para nada. Podrás ser un catedrático en teología pero si no te relacionas con el Dios que conoces no sirve de nada. Podrás donar tu tiempo a los pobres y enfermos, pero si no descubres a Dios en ellos, caes en la filantropía. Podrás cumplir a la perfección los mandamientos, pero si mediante ellos no te encuentras con tu Dios están vacíos de sentido. Podrás recibir una y otra vez los sacramentos, pero si no te unes a Dios a través de ellos se convierten en rituales sin valor alguno. (1Cor. 13, 1-3).

 El cielo, fin de nuestra vida terrena, es un profundo abrazo con Dios que dura eternamente. Tú, hoy tienes la posibilidad de abrazarte a Él y abandonarte en sus brazos durante la consagración a través de la unión con Él dejando que te conceda su intimidad en el silencio. No pretendas nada maravilloso. Acepta que tu Dios es sencillo y pequeño. Desde tu banca en la Iglesia, por tu fe sencilla, puedes recibir el don de los grandes místicos: el don de la unión de corazones. El tuyo y el de Él en silencio.

 Escucha las palabras que pronuncia el sacerdote: Tomad y comed todos de él porque éste es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Es necesario que aceptes al Dios que se humilla y se abaja y se hace alimento por ti (Jn. 6, 35). Quiere vivir en ti y hacer de tu corazón su morada (Jn. 14, 23). Acepta su entrega y ofrécete a Él tú también.

 En el momento en que el sacerdote eleva la hostia en el altar di:

 Espíritu Santo ven a mi alma. Deseo profundamente unirme en intimidad con el Sagrado Corazón de Jesús que se encuentra en la Eucaristía. Realiza la unión de nuestros corazones y permíteme vivir así mi día ofreciéndome y acogiéndolo.

 Dios, en su infinita bondad, concede tres dones que se derivan de la unión con Él: nos santifica, nos fecunda y nos hace ofrenda de alabanza agradable al Padre.

 En primer lugar, de la unión con Dios, se da como fruto nuestra santificación. Necesitamos vivir en nuestra verdad de hombres pecadores, pequeños y limitados. Hay que vaciarnos de nosotros mismos y presentarnos ante Dios desnudos, sin nada, deseosos de acogerlo como don.

 Dios no pide que vivamos en nuestra pobreza para dejarnos ahí, en el fango. No hubiera mandado a su Hijo solo para hacernos ver qué bajo había caído su más alta creación. Fue alto el precio que pagó y no está dispuesto a desperdiciar la sangre derramada por Cristo, su Hijo (1Pe. 1, 17-19). Dios nos quiere elevar, enriquecer, llenar. Nos quiere llevar a la plenitud de su diseño de salvación (Jn. 1, 16). Nos quiere crear de nuevo en Cristo Hijo, por la acción de su Espíritu. En definitiva nos quiere santificar. “Nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor.” Ef. 1, 4.

 El Corazón de Cristo está herido por la lanza de la que brota sangre y agua (Jn. 19, 34). La sangre y agua del costado es esa gracia sacramental que progresivamente nos santifica. Ahora bien, para poder acoger esa sangre y que se convierta en la nuestra, el corazón tiene que estar abierto. Nuestro corazón también tiene que ser herido por la espada que atravesó el corazón de María (Lc. 2, 35). Morir a nosotros mismos es lo que permite que la sangre fluya del Corazón de Jesús al nuestro y viceversa.

 Dios va transformando nuestro corazón. Arranca nuestro corazón de piedra y nos da un corazón de carne (Ez. 11, 19-20). La acción de Dios no es inmediata. El Espíritu Santo actúa en el tiempo y realiza su obra progresivamente. A veces lo más fácil de cambiar es lo externo y si nos quedamos en un nivel superficial podría bastar esta transformación por fuera que es lo que el mundo ve. Sin embargo, la unión con Cristo Eucaristía nos va asemejando a Él desde dentro (Mc. 7, 15). Aquello que solo Dios conoce. Lo más ruin de nuestro interior. Dios quiere tocar ahí, lo más profundo, lo más arraigado y lo más difícil de cambiar.

Él nos quiere conceder los mismos sentimientos del Hijo (Fil. 2, 5). Sentimientos que son internos y que tienen un  reflejo en el comportamiento externo. Nos quiere conceder la humildad, la compasión y la misericordia de su mismo Hijo. Tengamos paciencia y confiemos en la obra de Dios que es fiel a su promesa y no defrauda. Él es el primer interesado en nuestra santificación.

Cuando te veas unido a Cristo puedes repetir esta oración:

 Espíritu santificador, hazme capaz de morir a mí mismo para poder recibir de Cristo su sangre que me santifica. Deseo ser uno con Él; identificarme con Él. Te pido que me unas a su Corazón Eucarístico, que es la fuente de donde mana el agua que me purifica y la sangre que hace blancas mis vestiduras. Mantenme unido a Él siempre.

CONSAGRACIÓN: FRUTOS DE LA UNIÓN CON CRISTO EUCARISTÍA (2).

Parte III

 En la consagración, al unirnos íntimamente a Cristo, se da como fruto, en primer lugar, nuestra santificación. En segundo lugar se da como fruto nuestra fecundidad. “El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada.” Jn. 15, 5.

 La consagración, entendida como la unión de los corazones, realiza las bodas del Cordero con su Iglesia (Ap. 19, 7). Nuestra alma se presenta como esposa que desea la unión con el amado (Cant. 3, 1). A la Misa también se le conoce como el banquete de bodas del Cordero. Cristo, Cordero de Dios, se sacrifica en el altar. Esta vez no lo hace solo. Su esposa, cada uno de nosotros, nos hemos unido a Él para ofrecernos junto con Él.

 Dios se da por entero a su Iglesia, hasta dar la vida por ella. “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.” Mt. 20, 28. Su Iglesia, que somos todos nosotros, nos damos a Cristo hasta dar nuestra pequeña vida por Él también. Esta donación recíproca es la comunión que da vida. “Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado.” Cant. 2, 16

 Dios fecunda al alma que lo ha acogido como don. Dios da vida en el corazón que se ha dejado penetrar por el fuego de su amor. Cristo, en la unión mística con nuestro corazón, nos hace padres y madres espirituales capaces de dar vida eterna (Jn. 10, 10).

 Nuestra sangre, unida a la suya, se derrama a la humanidad entera. La gracia que santifica cae en el corazón de nuestros hijos espirituales y los empapa de vida. Los ríos de agua viva corren hasta llegar a los confines de la tierra (Is. 59, 19).

 Las palabras del sacerdote son las siguientes: Tomad y bebed todos de Él porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados.

 Unido a Cristo puedes ser mediador de la alianza de Dios con los hombres (1Tim. 2, 5). Duele pensar que nuestros hijos, nietos, sobrinos, nuestros seres queridos, han perdido la fe o se alejan progresivamente de Dios. Tú puedes ser mediador de la alianza de Dios con ellos. Puedes ser puente entre el Señor y aquellos que se han alejado. Lo único que tienes que hacer es ofrecer toda tu sangre, es decir, ofrecer tu vida por ellos. Cualquier sacrificio, por más doloroso y exigente que sea, no tiene el valor de la unión al sacrificio de Cristo en el altar. Esto es lo más valioso. No lo pierdas. Te invito a unirte a Jesús Eucaristía con sencillez y creer.

 Al ver el cáliz, lleno de la sangre de Cristo y la tuya, puedes decir estas palabras:

 Jesucristo, esposo de mi alma, me presento deseoso de unirme a ti en el cáliz. Permite que mi sangre, unida a la tuya, se derrame por el bien de mis hermanos los hombres. Tus hijos te buscan, empápalos de vida. El mundo necesita de ti, de tu misericordia. No le niegues tu perdón. Tienen sed de ti, sed de tu sangre que los purifique y los salve. Concédeles el don de recibir tu preciosa sangre.

 En tercer lugar, gracias a la unión con Jesús en la Eucaristía, podemos ser ofrenda de alabanza agradable al Padre. “También vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo.” 1Pe. 2, 5.

 Aquél que más ha alabado al Padre ha sido Cristo su Hijo (Jn. 17, 4). Hemos dicho que nosotros, asimilados en Él, vamos transformándonos progresivamente en hijos como lo fue Jesús (Ef. 1, 5). Es por eso que este momento de unión con Cristo nos hace capaces de ser una alabanza para el Padre celestial.

 Nadie podía pagar el precio de nuestra justificación. En el pueblo de Israel se ofrecían animales para agradar el corazón del Señor. Se realizaban holocaustos para recibir el perdón, la justificación. Se hacían sacrificios para ofrecer el culto debido a Dios. (Ex. 5, 8). Nada de eso era suficiente. La falta era abismal. Nuestra parte de la alianza con Dios siempre era insuficiente. Hasta que vino Jesucristo, Cordero de Dios. Él sí podía pagar porque era Dios mismo. “Como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida.” Rom. 5, 18. Su ofrenda de alabanza sí era agradable al Padre. “Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio agradable a Dios.” Ef. 5, 2. Nosotros tenemos la posibilidad de unirnos a Él y de ofrecernos como Él. Podemos, también nosotros, ser ofrendas de alabanza agradables al Padre.

 Cuando escuches las campanas que indican que se está realizando la consagración recita esta oración:

 Señor mío y Dios mío. Padre amado, me presento ante ti deseoso de agradarte. Quiero ser hijo tuyo como lo fue Jesús. En la unión con Él, por el Espíritu Santo, me ofrezco para ser una ofrenda de alabanza agradable a ti, Padre. Acepta el humilde don de mí mismo.

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