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Durante la Plegaria Eucarística, se puede decir que el costado de Cristo está abierto y la sangre y agua que brotan de este manantial se derrama por toda la humanidad (Za. 12, 10). Es por eso que la Iglesia entera se reúne para pedir al Padre por cada uno de sus hijos.

 Tú puedes colaborar, al mantenerte unido a Cristo, para que su misericordia se derrame sobre el pueblo de Dios (Sal. 85, 8). Escucha con atención todas las personas por las que pedimos durante la Plegaria Eucarística y, unido a Jesús Eucaristía, suplica también por ellos. “En verdad, en verdad os digo: lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre.” Jn. 16, 23.

En primer lugar pedimos a Dios por la unidad (Jn. 17, 20-21). Al recibir el cuerpo y la sangre de Cristo, el Señor, nos reúne en un solo cuerpo, en el suyo (Col. 1, 18). La comunión es un don que Dios da. El hombre tiende a dividir y a separar. Nos es muy difícil mantenernos unidos. Marcamos diferencias con nuestros juicios, con esquemas preconcebidos de las otras personas, con la falta de diálogo, con la envidia. El don de la comunión lo tenemos que suplicar para la Iglesia en el mundo, para nuestra parroquia, para nuestros hogares. Es momento de unirte a Cristo en la Eucaristía y ofrecerte con Él por la unidad.

 En segundo lugar, rogamos a Dios por la Iglesia extendida por toda la tierra. Nuestra madre, la Iglesia, sufre. Sufre desde dentro y sufre desde fuera. Por un lado sufre desde dentro el pecado de sus hijos. Todos tenemos una naturaleza caída y nuestros pecados manchan a la Iglesia. Hay pecado en la Iglesia, mucho. Por eso hay que suplicar con insistencia a Dios que purifique, renueve y santifique a su esposa la Iglesia. Por otro lado sufre desde fuera. La Iglesia, desde su origen, ha sido perseguida (Jn. 15, 20). Los cristianos hoy, como siempre, son perseguidos. El hecho de que viven en la verdad incomoda a quienes viven en la mentira y quieren mantenerse en ella. Por eso, para justificar su comportamiento, se burlan, critican, persiguen, rechazan a los cristianos. La Iglesia necesita de la fortaleza de Dios para mantenerse firme. Es momento de unirte a Cristo en la Eucaristía y ofrecerte con Él por la Iglesia.

 En tercer lugar, pedimos por el Papa, los Obispos y todos los pastores que cuidan del pueblo de Dios. El demonio está empeñado en hacer caer a los sacerdotes. Ellos han recibido, por don inmerecido, el ministerio sacerdotal. La Iglesia se mantiene viva por sus sacerdotes. La gracia se puede impartir solo porque ellos existen. Sin ellos, el alimento del pueblo de Dios no se puede distribuir, es por eso que el enemigo los ataca con más fuerza. Hay que pedir por todos, los más débiles y los más santos. Dios nos pide que sostengamos a sus ministros. Es momento de unirte a Cristo en la Eucaristía y ofrecerte con Él por los sacerdotes.

En cuarto lugar suplicamos a Dios por nuestros hermanos que se durmieron en la esperanza de la resurrección. Pedimos por todos los difuntos. Los difuntos no pueden merecer gracias para su salvación. Solamente en la tierra podemos hacer méritos para llegar al cielo. La gracia que no quisimos acoger en vida la tendremos que esperar de la misericordia de Dios en el purgatorio. Sin embargo nosotros, los que seguimos en la tierra, podemos alcanzar gracias por ellos. La Misa es el sacrificio de mayor valor. Los difuntos necesitan de Misas ofrecidas por ellos. Si queremos dar algo a nuestros seres queridos que ya no están con nosotros, una Misa es lo más grande que podemos ofrecer por ellos. Es por eso que los hacemos presentes. Es momento de unirte a Cristo en la Eucaristía y ofrecerte con Él por los difuntos.

 Por último pedimos a Dios que tenga misericordia de nosotros, los presentes. Suplicamos a Dios por cada uno de nosotros. Somos los primeros necesitados de su misericordia. A veces pedimos por todos nuestros seres queridos y nos olvidamos de que los primeros que necesitamos la conversión somos nosotros. Es momento de unirte a Cristo en la Eucaristía y ofrecerte con Él por cada uno de los presentes en la Celebración Eucarística, especialmente por tu propia conversión.

 La plegaria Eucarística termina con la elevación del pan y del vino consagrados y las palabras del sacerdote: Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Todos respondemos: Amén. Estas palabras resumen todo lo que la plegaria eucarística encierra. Solamente por Cristo, con Cristo y en Cristo podemos vivir el misterio de nuestra fe. Nuestra santificación se efectúa por Cristo, con Cristo y en Cristo. Nuestra fecundidad se realiza por Cristo, con Cristo y en Cristo. Nuestra alabanza al Padre es posible por Cristo, con Cristo y en Cristo. “De él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención, a fin de que, como dice la Escritura: El que se gloríe, gloríese en el Señor.” 1Cor. 1, 30-31. Solo así se puede vivir la vida cristiana. Es por eso que el “Amén” que decimos después de esta frase tiene que ser fuerte, desde el corazón, confirmando todo lo que se ha realizado previamente.

Jesús en el Evangelio nos invita a ser luz del mundo (Mt. 5, 14). Nos pide que no escondamos la lámpara sino que la pongamos sobre un candelero para que alumbre a todos los hombres (Lc. 8, 16). Vivimos en un mundo de oscuridad. Dios nos invita a unirnos a Él, la luz (Jn. 1, 19), en el misterio del altar. Él es la luz del candelero que no podemos poner bajo el celemín. Nosotros, con Él, somos también luz para nuestros hermanos. Por Cristo, con Él y en Él seamos luz para esta humanidad que vive en tinieblas. Así se cumplirá lo que dice el Apocalipsis: “La ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero.” Ap. 21, 23.

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